Vacaciones.
Rosita, Horacio y el hijo de ambos, Ezequiel se están
divirtiendo a la orilla del mar. Hace ya varios días que se encuentran de
vacaciones en un hermoso y conocido lugar de la Costa Atlántica.
La playa es completamente accesible. Aunque Rosita usa
bastón y su esposo silla de ruedas ambos pueden acceder a todos los lugares sin
inconvenientes. Hay baños para personas con discapacidad en ese balneario y
veredas de cemento de dos metros de ancho que llegan casi hasta tocar el agua y
también hasta la cantina, para el caso de que quieran ir a tomar o a comprar
algo y a los baños y duchas.
Además, la encargada de la administración ubica
estratégicamente a las personas de acuerdo a su edad e intereses: las familias
que tienen bebés y cochecitos en un lugar, las que tienen niños y niñas pequeñas
cerca de las hamacas, los toboganes y los subibajas, los y las adolescentes en
otro sitio, un poco más alejado para que puedan escuchar su música preferida y
bailar sin incomodar a otras personas.
Mientras Ezequiel arma castillos en la arena, Horacio lo
observa sonriendo agradecido desde su silla de ruedas. Ezequiel tiene tan sólo cuatro
años y está entusiasmado ese día con sus construcciones y juegos. De vez en
cuando levanta su cabecita y mira a su papá que lo alienta para que continúe.
De pronto, los nubarrones oscurecen el cielo, comienza a
soplar un viento muy fuerte, las pertenencias y las sombrillas vuelan de un lado
hacia otro. Las carpas son sacudidas y tiemblan como si se irían a salir de las
estacas mientras caen grandes Gotas de lluvia.
Un grupo de varones y mujeres, que estaban jugando unos
minutos antes al vóley vienen corriendo y levantan a Horacio, con silla y todo y
lo trasladan hacia el parador, lo colocan abajo del techo y se van,
satisfechos, sin decir ni preguntar nada. Al poco rato,
cuando la tormenta amaina, llega Rosita con Ezequiel y encuentra a Horacio
cubierto de toallas y a la señora encargada de la cantina sirviéndole un té
caliente.
Horacio le dice a Rosita: “Estaba muy contento debajo de la
lluvia, gozando de la frescura del agua después de tanto calor y de repente, me
encuentro acá, envuelto como una momia, sin que nadie me haya dicho ni preguntado
nada. Es muy bueno que encontremos personas dispuestas a brindar su ayuda, pero
es mejor todavía que dichas personas pregunten si uno quiere o necesita la
ayuda”
Rosita sonríe y piensa durante un buen rato. Un poco más
tarde y con Horacio ya más calmado añade su opinión: “es muy probable que las personas
que te ayudaron nunca han tenido contacto con usuarios/as de sillas de ruedas,
y por ese motivo, tienen un modelo incorporado al respecto que no se condice
con la realidad. Ellas estaban dispuestas a ayudarte, y creyeron que de esa
forma lo estaban haciendo, no obraron así para molestarte, sino que lo hicieron
por solidaridad”
Horacio mueve la cabeza y hace un gesto de asentimiento.
Sabe, con certeza casi total, que lo que manifiesta su esposa Rosita es verdad.
Las personas con discapacidad
son iguales a todas las demás. Por eso, es preciso tratarlas con equidad,
respetar su voluntad, y colaborar para que sean protagonistas de sus vidas y
responsables de sus acciones, sabiendo que son usuarias, ciudadanas, clientes,
electoras, votantes; deciden, eligen y conocen qué es lo mejor para ellas.
Es importante ayudar pero es más
importante aún preguntar antes de brindar la ayuda. Una sociedad que respeta e
incluye es una sociedad respetada, inclusiva y valorada.
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